Tamiz



Steven Millhauser otra vez, pero no el mismo.

Quiero decir: entre Martin Dressler, que leí hace tiempo, y este deslumbrante Museo Barnum que acabo de cerrar, hay una grieta conceptual y de forma tan amplia que resulta difícil creer que haya sido salvada por la misma pluma. Son libros diametralmente opuestos; en todo caso, cuesta atribuirlos al mismo autor sin imaginar una violenta dislocación de su creatividad.

Pero puede que esa grieta se abra sólo a espaldas de quien lee, después de abandonar un libro ripioso, aburrido, y entregarse a otro felizmente absorbente, hipnótico. Desde luego, tanto en el caso de uno y otro -autor y lector-, tallan cuestiones de todo tipo al momento de escribir y leer, y no es fácil que entre ambos surja el arco voltaico de la empatía. El tema elegido, su desarrollo, la situación emocional de cada uno, la reescritura que comporta toda lectura que puede estar en las antípodas de la intención del creador, pueden ser algunas de las razones de divorcio entre autor y lector. Un amigo habla hasta de "elecciones estacionales", de libros que hay que leer en verano y no en invierno, en otoño pero no en primavera. En enero recibí un mensaje suyo que decía: "Comenzado otra vez Los últimos días de Shelley, frente al mar. Ahora sí." Con su parquedad habitual, me daba la razón -le había señalado el libro de Biagi como "maravilloso"- después de casi tirármelo por la cabeza el invierno anterior.

¿Y qué decir de la madurez de quien escribe?

(Pero, ¿cada libro nuevo mejora el anterior? Parece una bobada sugerirlo. Además, hilando fino, no puede saberse si un libro es, en la producción del autor, posterior al que lo precedió editorialmente. Puede que se trate de un texto temprano, vuelto a la vida después de un largo trance cataléptico en un cajón olvidado.)

¿Y qué decir de la madurez de quien lee?

(¡Ah! El lector, lejos de ser un juez divino que decide monolíticamente qué es lo que debe perdurar y qué lo que debe desecharse, es un receptor falible en constante proceso de evolución.) 

Sí, las razones por las que autor y lector pueden o no concurrir en un libro son incontables... y misteriosas.


¡Y ni qué hablar de la barrera del idioma!

Traducir, no descubro nada, es un trabajo arduo e ingrato. Nadie más lejos del asunto que yo, pero me atrevo a aseverarlo porque tengo amigos que se dedican a ese amargo aunque indispensable menester. Alguno sufre full time.

"Traduttore, traditore'", "aproximación", "decir casi lo mismo", "literalidad o literariedad": algunas de las expresiones usuales para dar cuenta de un ejercicio que, claramente, no es una ciencia.

Sensible a la metáfora visual, me gusta ver el trabajo del traductor como un proceso de tamizado. Puesto el texto original en el cedazo de los conocimientos y sensibilidad de quien traduce, pasan las palabras y caen como texto traducido. Pero hay vocablos, expresiones y hasta fragmentos rebeldes que quedan bailando una tarantela sobre el tamiz: los que ponen a prueba la destreza del traductor.

No voy a hablar de la versión del Martín Dressler -que poco o nada me dejó de Millhauser- porque escribo esto para dar cauce a mis preferencias, no a mis decepciones. Sí voy a decir algo de la eficaz traducción de Museo Barnum que me hizo ver a Millhauser como un integrante más de ese club de autores exquisitos del que forman parte Robert Aickman, Terence White y M. John Harrison, y que cuenta, entre sus socios fundadores, nombres casi secretos como los de M. P. Shiel y Robert Chambers.

María Negroni se ha tomado su trabajo como un obsesivo buscador de oro, que no renuncia al examen de ninguna piedra por estéril que parezca hasta que ve la pepita ocluida en ella y la extrae con delicadeza de cirujano.

Pepita: la opción precisa, entre académica y coloquial, que no evita lo argótico pero no pone en riesgo el texto cayendo en abusos.

Así, su versión resulta límpida y elegante, punteada de palabras y frases cálidas para el lector de estas latitudes, sin caer en equivalencias excesivamente criollas y menos en tentaciones obscenas como reemplazar tuteo por voseo.

"Afuera garuaba", "Me detuve en todas las vidrieras, todas." "maniseros"... Hasta se admite (con algo de trabajo, es cierto) el localismo "pochoclo", a pesar de ensuciar el agua de un estanque de sirenas de un museo grande y laberíntico como Xanadú...

Negroni sabe que "pochoclo", cacofonía aparte, es un disparador de infancia. La suya es una elección bradburiana.

Yapa: el prólogo, también a cargo de la poeta, revelador de la figura de Millhauser y cuajado de reflexiones interesantes: "La literatura, pareciera sugerir Millhauser, se mueve, como todo ensoñadero, entre la vacilación, el desacato y la delectatio, no para representar algo, sino para que la representación ceda sus derechos a la eterna invención de lo mismo."; "llevar al lector al borde de una epifanía abrumadora y abandonarlo allí para siempre"; "la imaginación, que es otro nombre del deseo".

Soy un lector silvestre, sin recursos críticos, pero no por ello como... lo que sea. En mi ADN hay un buen lector. Mi padre lo es y es posible que mi abuelo, de haber aprendido a leer, también lo hubiera sido. En nosotros siguen hojeando libros nuestros ancestros.

De Millhauser queda en mis estantes August Eschenburg.

Mi próxima lectura, a condición de que la traducción sea de María Negroni.

Daniel Milano


Museo Barnum, Steven Millhauser. 
Traducción y prólogo de María Negroni.
Interzona, 144 páginas.


El amigo

Estoy aún con la sensación en la piel. Pero aún así, sé que no pasará del todo.

Ana Paula Keczeli Meszaros


Hermoso. Debo confesar que me toca desde varios lados por lo que no hay mucha objetividad en mí en este momento. Cierto también es que opino a pocos minutos de leer la última palabra escrita allí. Estoy aún con la sensación en la piel. Pero aún así, sé que no pasará del todo.
No es lineal, es poético y filosófico. Ideal para lectores asiduos pero muy interesante para quienes buscan referentes de la literatura. Es de esos libros que tienen un bonus extra, que abren una puerta a nuevos universos literarios. Es una historia de escritores y como tal es visitada por muchos otros escritores.
Más allá de eso, es amistad y amor y duelo y la convicción de que somos todo lo que nos pasa, somos los que nos abrazan y los que dejamos ir. En esta era de soltar, aquí la memoria emerge como usina identitaria.


El amigo, Sigrid Nunez.
Anagrama, 208 páginas.

Las yemas sangrantes de Ricky Mc Allister



Apuesto mi edición Ollendorf del Tríptico de Jean Lorrain (que equivale a decir: "voy con mi mano hábil o uno de mis ojos"), a que de diez libreros sometidos al Cuestionario Proust, a la pregunta ¿Pasatiempo favorito? al menos la mitad responderá, sin dudarlo: lectura, libros.
Sin embargo, Ricky Mc Allister, uno de los abanderados de este oficio maravilloso, dirá, para escándalo de quienes no lo conocen fuera de su metier: "la música".

Breve tertulia musicológica en Librería Hernández en este último día de noviembre signado, como casi todos los del mes, por una escasa presencia de clientes que se presiente constante de los tiempos "anarco-liberales" que se avecinan como una nube piroclástica.

En parte por curiosidad, en parte por no quedar afuera de un territorio que no es el mío (discos, bandas, solistas, fechas, atraviesan el éter de un lado a otro como dardos de florida erudición), le pregunto a Ale, que acaba de decir que tiene conocimientos de solfeo y lee música con "cierta fluidez", si, como sugiere Milos Forman en Amadeus, es posible escuchar música leyendo una partitura. En el film de Forman, el maestro Salieri vierte lágrimas de rabia y admiración al leer furtivamente parte de una pieza de Mozart y escucharla en su cabeza mientras lo hace. Ale duda. Pero al fin, dejándose llevar por el suspenso poético abierto por mi pregunta, asiente levemente con los ojos cerrados.

Un "¡Ricky!" gritado desde la puerta de la librería rompe el encanto. Paul, a pesar de sus 62, entra con paso juvenil y prorrumpe en una catarata de saludos para Mc Allister de amigos comunes que acaba de ver. "Fulano", dice, "se acuerda de vos como un gran guitarrista, contra lo que me dijiste de que eras más bien del montón". "Fulano me quiere", contesta Ricky mirando hacia abajo y meneando la cabeza como hace siempre para negar humildemente sus virtudes. Esta vez, sin embargo, algo, quizás un recuerdo feliz, impide que se salga de tema. "No era bueno pero tenía resistencia", confiesa. "Tocaba hasta que me sangraban los dedos."
Reverente silencio. Nos miramos, perturbados.

Algo así no puede ser arrastrado por el aire hacia ninguna parte. Un sinsajo como ese debe ser atrapado delicadamente y metido en una jaula de palabras.
La mirada de Paul habla, me dice lo que pienso en ese instante: tocaba hasta que me sangraban los dedos tiene que ser el disparador de una leyenda urbana.
Nos ponemos a trabajar enseguida.
Empieza él.
-¿Dónde tocabas?
Ricky confunde banda con locación.
-Por Agüero... Gallo. Celebrábamos cumpleaños y todo tipo de fiestas.
Imagino un tugurio cajetilla, pero tugurio al fin. Enderezo la pregunta de Paul.
-¿Como solista o en una banda?
-No, sólo.
Paul:
-Supongo que tenías una Gibson Les Paul Gold...
-¿Gold? No, muñeco: amarilla, a gatas. Y algo desconchada.
Hay chistes fáciles que no pueden ni deben evitarse. Paul sabe eso.
-¿Desconchada? Entonces no habrás podido cumplir con la máxima rockera de "hacerle el amor a la viola".
Pero con Mc Allister nadie puede, ni siquiera Paul, aun cuando lejanos genes de Fray Mocho ariscan su sangre. Aunque detesta el fútbol, Ricky es un innato atajador de penales.
-Dije: "algo desconchada".
Para no perder el rumbo, meto mi bocado.
-Algo oí de "el irlandés" que en Recoleta o Almagro (¿en los 80?), tocaba la guitarra hasta que le sangraban las yemas. Puede que lo haya leído en algún libro del lomense Barrantes, ahora que lo pienso...
Paul me guiña un ojo y le aporta al juego un detalle no menor
-En noches de cocaína, como diría el gran Ballard...
-Sí, y de absenta -completa Ricky-. ¡Daaaleee, muñeco!
Sigo.
-Y dice Barrantes, o quien sea la fuente que se me escapa en este momento, que cierta noche sin luna, una hermosa morocha cuya faldita hacía bizquear al violero, se acercó a él con un vaso de vodka, lo interrumpió con dulzura y se puso a lavar uno a uno los dedos heridos metiéndolos en el vaso y lamiéndolos con una larga y áspera lengua de gata que cerraba los cortes como si fuera un cauterizador...

Paul, ni lerdo ni perezoso, alhaja la leyenda recién horneada.
-Como un Cristo músico descendido de la cruz de su guitarra por una caritativa Magdalena...
Ricky protesta.
-¡Nada que ver, aduladores! No me gusta que exageren, que me adornen con plumas.
(No entiendo si se refiere a plumas de vedette o a plumas de escritor.)
Pero Ale, desoyendo el enojo y vibrando todavía entre acordes de Mozart, remata:
-Y, seguro, fue amor.

Risas. Telón.

Daniel Milano

Niñas-vampiro

Pocos libros, a lo largo de medio siglo de lecturas, han suscitado mi interés tan profundamente como La fuerza de su mirada. Me alcanzan las dos manos para contarlos.

Daniel Milano

La fuerza de su mirada (The Stress of Her Regard, 1989), es quizá la obra cumbre del escritor norteamericano Tim Powers, uno de los principales exponentes del subgénero fantástico conocido como steampunk (punk a vapor). La graciosa expresión rotula un movimiento literario que se opone al eufónico cyberpunk liderado en su momento por William Gibson, el notable autor de Neuromante (Neuromancer, 1984), caracterizado por sus escenarios hiperdigitales.

Bajo el sol californiano, entre cervezas, risas y apasionada charla literaria, Powers, James Blaylock y K. W. Jeter, buenos amigos, escritores en ciernes y, paradójicamente (les tocó vivir en una tierra preñada de luz), anglófilos impenitentes, crearon un mundo signado por la niebla, las artes oscuras y la tecnología a vapor como rasgo científico preeminente.  

Corresponde a K. W. Jeter el ocurrente bautismo. En una carta a la célebre revista Locus, Jeter plantea la necesidad de dar un nombre a la flamante contracorriente y propone la hoy famosa contracción steampunk

Dentro de la frondosa producción de Powers, podría decirse que La fuerza de su mirada es su novela menos steam, una fantasía histórica con fuertes visos románticos ambientada antes de la revolución industrial. Por lo cual debemos decir que nuestra breve introducción resulta estéril. Pero ya fue escrita y tal vez sirva al lector para ubicar a Powers dentro del actual panorama del fantasy.

La fuerza de su mirada es una construcción barroca donde concurren elementos románticos, aventureros y terroríficos. La protagonizan encumbrados poetas de la primera mitad del siglo XIX (Shelley, Byron, Keats, cada uno con su cruz a cuestas) y otros nombres menos importantes, satélites de los citados. Con menor peso presencial, asoma también la extraña figura de François Villon cuando la acción se traslada a Francia. 

La lógica de la novela responde a una premisa clara que pronto deriva en un tembladeral de ideas y conceptos apenas sostenidos con alfileres, por la perversa propensión de Powers a complejizar lo que en manos de una mente no tan retorcida resultaría menos accidentado. Pero ahí reside el encanto de Powers: en su barroquismo mental. 

Los poetas nombrados, en su búsqueda del verso perfecto, aceptan tener trato carnal con sus musas a cambio de la inspiración que necesitan. Dichas musas son en realidad lamiae (vampiros retorcidamente vinculados a los nefilim bíblicos) que se comportan como ménades sangrientas cuando sus poetas no cumplen con su pacto de fidelidad. En pleno ataque de furia, destruyen o vampirizan a quienes se encuentran en el radio de afecto de sus amantes, sean esposos, parientes, amigos... o hijos. La invitación a través de la sangre es el vehículo (¿conoce el lector uno más poético?) para concretar los oscuros esponsales. La novela está escrita sobre lecturas rigurosas (diarios, biografías, ensayos y una ingente cantidad de poemas) y los elementos fantásticos, incrustados como piedras preciosas en los puntos ciegos, en los vacíos históricos, resultan en extremo convincentes a pesar de su complejidad. 

Son muchos los detalles y momentos sublimes de la obra, pero hay dos escenas que concentran todo el talento y la oscuridad discursiva de Powers. La primera transcurre en Venecia y gira alrededor de la figura de Clara, la hija de Percy Shelley. La niña, de apenas un año, está gravemente enferma y su padre sospecha que está siendo martirizada por su musa, incapaz de soportar que el poeta desvíe la atención afectiva que le debe exclusivamente a ella. Para evitar su muerte, Shelley lleva a Clara a la ciudad de los canales buscando el auxilio de lord Byron con quien, tras un enrevesado razonamiento planteado por Powers, resuelve llevar adelante una suerte de complicado exorcismo en Piazza San Marco. Allí, según explica Byron, hay un área alrededor de las columnas que rematan el león alado y San Teodoro, en la cual es posible que todo ocurra, incluso una cura mágica y hasta una resurrección. Sólo es posible devolver la normalidad a la zona, su “statu quo” según palabras de Byron, vertiendo una cantidad adecuada de sangre. No por capricho, en época de los grandes dogos las ejecuciones públicas se llevaban a cabo entre las dos columnas. (La explicación de por qué ese espacio tiene virtudes milagrosas, que incluye a las Grayas griegas y a su único Ojo, es una prueba más del laberinto cretense que Powers tiene en su cabeza). 

Clara muere repentinamente y las marcas en su cuello bastan para que Shelley confirme su sospecha. Es necesario proceder antes del amanecer. Los poetas discurren en góndola bajo la tarde moribunda, evitando a los soldados austríacos que patrullan calles y canales (recordemos que Venecia estaba bajo el dominio de Austria en aquellos días de 1818). Para burlarlos, a Byron (¡no!: a Powers, no nos confundamos) se le ocurre una idea macabra: interrumpir un spectaculo di marionette, comprar un títere siciliano y vestir a Clara con la armadura del muñeco para disimular su condición de cadáver y así poder acercarse a la zona de resurrección. Shelley viste el cuerpo de Clara (Powers se regodea describiendo el maltrato al que debe someter a la niña para encasquetar el pequeño yelmo dorado) y avanza con Byron, que tiene a su hija Allegra con él, hacia las columnas de la plaza. 

Y llegamos a la escena que nos estruja el corazón: los austríacos, al ver que Shelley carga una marioneta en sus brazos, le exigen una pequeña función a modo de peaje. ¡Con los ojos llenos de lágrimas, Shelley manipula los hilos de su hija muerta haciéndola bailar sobre el pavimento! El lector estará de acuerdo en que no se trata de una escena digitada por un escritor, sino lisa y llanamente de la visión de un psicópata... 

La segunda escena, menos alambicada pero igual de siniestra, la protagoniza la hija de Byron (muerta a los cinco años en el convento de Bagnacavallo, antes de los sucesos que siguen) y tiene lugar en una villa que el lord alquila cerca de Montenero. 

Tras la cena, la sobremesa discurre tranquilamente aunque sin la presencia de Shelley, como hubiera querido el anfitrión. La conversación gira sobre las precauciones tomadas por Byron para proteger el lugar (y con ello a su última amante, la condesa Guiccioli) del asedio de su musa-vampiro. Está pintada "de un color entre marrón y un rosa particularmente cálido". La pintura contiene "polvo de hierro" y la madera ha sido "sumergida en aceite de ajo durante varios días". Los "marcos de las ventanas están protegidos con espino silvestre y caléndulas", etc. Mientras bebe, Byron habla también de las municiones de sus pistolas, hechas de plata con incrustaciones de madera en el centro. De pronto, un gemido agudo rompe la serenidad de la reunión. Es un trémolo casi felino en el que Byron cree reconocer el vocablo italiano Papà y, enseguida, la voz de su hija diciendo: 

-Papà, Papà, mi permetti entrare, fa freddo qui fuorí, ed è buio! (¡Papá, papá, déjame entrar, aquí fuera hace mucho frío y está oscuro!).

Allegra flota en el aire, del otro lado del ventanal que da al jardín, con sus manitas apoyadas en el vidrio. Sus ojos "arden con luz propia" y la sangre de su última víctima embadurna sus labios. Temblando de pies a cabeza pero empuñando con firmeza la pistola cargada, el lord responde: 

-Sí, tesora, ti piglio dal freddo (Sí, cariño, te guardo del frío).

Se oye un disparo de plata y astillas de estaca...

Continuar es revelar. Así que esperamos haber dicho lo suficiente para despertar la curiosidad del lector.


La fuerza de su mirada, Tim Powers.
Martínez Roca, 490 páginas.


La noche


Un lector anónimo -verdadera pena no contar con su nombre- nos envía este delicioso texto de Emilio Carrere, poeta y prosista español de entre siglos (XIX y XX), protagonista de la noche madrileña, bohemio devoto de sus luces pero sobre todo de sus sombras.
Si bien extenso y con algún pasaje que podría herir la sensibilidad al uso, La noche merece citarse completo. Porque recordamos: el propósito de este espacio es el placer...


La noche

La noche es la suprema aristocracia. La noche es una dama misteriosa, como Ligeia, como Eleonora, las mujeres litúrgicas, transparentes y ultraterrenales de Poe. El día es un poco plebeyo con tanto escándalo de sol, con tanta greguería ramplona.
¡Noche! Viciosa querida bohemia, como una alta dama que va a la busca de emociones raras entre los hampones y las busconas. Todos tenemos una querida ideal, cuya mascarilla en vano buscamos entre las mujeres de la tierra. ¡Un alma de mujer, como un cáliz de oro, donde verter el licor musical de nuestro corazón en esas horas tristes en que la emoción se desborda!
La Musa de la Noche tiene para mí todos los magos prestigios de esa amante suprema. En las altas horas las sombras tejen torbellinos de alucinación en torno a mis pobres ojos, que se emborrachan de misterio. La Musa de la Noche adquiere corporeidad para mí y se apoya en mi brazo, en mis sonámbulas paseatas por la ciudad desierta, que tiene algo de cementerio, con sus balcones cerrados, como nichos inquietantes.
La siento levemente reclinada, muy levemente, como si llevase de mi brazo a un fantasma. Va vestida con un amplio ropón de terciopelo negro, y su cabeza es pálida, como el místico lirio de la luna. Sus ojos son verdes, como pequeños océanos tumultuosos, y tienen verdes ojeras como el licor emponzoñado con que la luna hace cantar a sus ahijados en los trágicos manicomios. ¡Los ojos de la Noche!
¡Los ojos de la Musa de la Noche! Ellos le dan su trágica llamarada de lujuria a esos rostros de clownesa que muequean en las encrucijadas del pecado.
La Dama de la Noche es voluptuosa y trágica, y junta el placer y el crimen en una onda de sensualidad. Tiene el alma de Lucrecia Borgia, exquisita y abominable. Ella aconseja a los rufianes que asesinen a las rameras, después de amarse dolorosamente, en las zahurdas tenebrosas, para que ría el Diablo, padre de las rameras y de los asesinos.
La Dama de la Noche entiende las palabras misteriosas que susurran en el fondo de mi alma, sin asomar jamás al labio. Son palabras de un idioma lleno de amor y de eternidad, y ella me dicta versos en ese lenguaje divino, con símbolos imperecederos. La Musa de la Noche sabe la cifra del amor, del dolor y del misterio, y me inicia en sus ritos sobrehumanos, mientras los otros hombres -los hombres sanos que viven de día- duermen en un grotesco amontonamiento de carnaza, como cansadas bestias sin horizontes en el pensamiento. Y también sin el exquisito tormento de la Poesía.
La Bohemia Nocturna lleva una corona de estrellas sobre el cabello negro, negro como el ala del cuervo que canta "¡Nunca más!", en el poema del Dolor de las almas. Sus manos son de marfil transparente, como los dedos de niebla de las Parcas, y toda ella tiene un perfume vago de azahar y de adelfas y de incienso. El Amor, el Dolor y el Misterio.
La querida del Misterio me ofrece la flor de locura de su boca, cuando todos duermen, y lleva la hostia de la luna, como un florón luminoso, sobre su cabellera de sombras. Es la musa galante que dio el brazo al pobre Paul Verlaine, cuando iba por las calles del viejo París como un pierrot destrozado, borracho de ajenjo y de melancolía. Ella es la que hace sonar las viejas campanas con una solemne armonía orquestal: las campanas magníficas de voces de oro, que tienen un alma antigua y misteriosa, cantan el poema de las vidas que empiezan, de las vidas que acaban, de la alegría y del dolor de los hombres. En torno a los viejos campanarios, que parecen de plata bruñida en el plenilunio, la Noche dirige la danza de las Horas, vírgenes inquietantes, en cuya danza interviene, como concertador irónico y dramático, el Destino, que cambia el compás de las vidas vulgares de una manera trágica o grotesca.
La Dama de las Sombras coquetea con los siete Mancebos del Pecado, que, por sus ojos verdes, andan a estocadas en las desiertas callejuelas. Pero ella me prefiere a mí, pobre poeta nocturno y lunático, y me da su boca amarga y sus senos magníficos de dogaresa artista, sensual y dramática. Ella me ama, porque sus palabras, preñadas del sentido de la Vida y de la Muerte, riman muy bien con la armonía secreta de mi corazón. Y en las encrucijadas del Horror, de la Duda, donde acechan los buitres de la Estupidez y de la Ignorancia, ella alumbra mi pobre carne triste y sensual con la lámpara celeste de óleos aromáticos que lleva en su diestra marfilina. Porque la Musa de la Noche enciende en nuestros epitalamios el lampadario inmortal de la Belleza. Y la pobre carne se transfigura cuando ella trae en la mano el lirio del más allá, el lirio del Misterio y de la Poesía, como una celeste Anunciación para el espíritu, hundido en la carroña igual que en un abismo.

Emilio Carrere

Imagen de cabecera: Emilio Carrere en una tertulia madrileña.
 

Intimidad

Una sola palabra para definir una historia. Una palabra poderosa que nos abre la puerta a los pormenores de una ruptura.
Pablo Sánchez


Una sola palabra para definir una historia. Una palabra poderosa que nos abre la puerta a los pormenores de una ruptura. Porque así comienza la novela: con el inminente fin de una relación. O mejor dicho, con la confesión culposa del narrador (Jay o Kureishi) que tiene decidido, a la mañana siguiente, abandonar la casa compartida durante seis años con su mujer y sus hijos.
Y aparecerán los miedos, las dudas, el amigo (Víctor) también separado que le da cobijo; y aparecerá, como columna vertebral del relato, la pregunta más dolorosa y profunda de todas: ¿habrá que seguir fingiendo y quedarse para sostener lo vivido hasta el final de los días o se podrá permitir ese cruel abandono para comenzar una nueva vida?


Intimidad, Hanif Kureishi.
Anagrama, 144 páginas.



Alta literatura


Alta literatura la de Aníbal Jarkowski en Rojo amor, libro inicial que parece escrito con la sensibilidad de otro tiempo, el de las grandes plumas del siglo XIX. Obra que ya reseñaremos cuando acabemos su lectura. Ahora queremos detenernos en un fragmento del prólogo de Soledad Quereilhac, bella gorgona, que nos dejó anonadados, tiesos de belleza.

(...) las escenas de intimidad femenina, en las que la desnudez frente al espejo es una cotidiana epifanía y el contacto con la ropa interior, una caricia desviada como una hipálage.

Alta literatura.