Tamiz
El amigo
Las yemas sangrantes de Ricky Mc Allister
Sin embargo, Ricky Mc Allister, uno de los abanderados de este oficio maravilloso, dirá, para escándalo de quienes no lo conocen fuera de su metier: "la música".
Breve tertulia musicológica en Librería Hernández en este último día de noviembre signado, como casi todos los del mes, por una escasa presencia de clientes que se presiente constante de los tiempos "anarco-liberales" que se avecinan como una nube piroclástica.
En parte por curiosidad, en parte por no quedar afuera de un territorio que no es el mío (discos, bandas, solistas, fechas, atraviesan el éter de un lado a otro como dardos de florida erudición), le pregunto a Ale, que acaba de decir que tiene conocimientos de solfeo y lee música con "cierta fluidez", si, como sugiere Milos Forman en Amadeus, es posible escuchar música leyendo una partitura. En el film de Forman, el maestro Salieri vierte lágrimas de rabia y admiración al leer furtivamente parte de una pieza de Mozart y escucharla en su cabeza mientras lo hace. Ale duda. Pero al fin, dejándose llevar por el suspenso poético abierto por mi pregunta, asiente levemente con los ojos cerrados.
Un "¡Ricky!" gritado desde la puerta de la librería rompe el encanto. Paul, a pesar de sus 62, entra con paso juvenil y prorrumpe en una catarata de saludos para Mc Allister de amigos comunes que acaba de ver. "Fulano", dice, "se acuerda de vos como un gran guitarrista, contra lo que me dijiste de que eras más bien del montón". "Fulano me quiere", contesta Ricky mirando hacia abajo y meneando la cabeza como hace siempre para negar humildemente sus virtudes. Esta vez, sin embargo, algo, quizás un recuerdo feliz, impide que se salga de tema. "No era bueno pero tenía resistencia", confiesa. "Tocaba hasta que me sangraban los dedos."
Reverente silencio. Nos miramos, perturbados.
Algo así no puede ser arrastrado por el aire hacia ninguna parte. Un sinsajo como ese debe ser atrapado delicadamente y metido en una jaula de palabras.
La mirada de Paul habla, me dice lo que pienso en ese instante: tocaba hasta que me sangraban los dedos tiene que ser el disparador de una leyenda urbana.
Nos ponemos a trabajar enseguida.
Empieza él.
-¿Dónde tocabas?
Ricky confunde banda con locación.
-Por Agüero... Gallo. Celebrábamos cumpleaños y todo tipo de fiestas.
Imagino un tugurio cajetilla, pero tugurio al fin. Enderezo la pregunta de Paul.
-¿Como solista o en una banda?
-No, sólo.
Paul:
-Supongo que tenías una Gibson Les Paul Gold...
-¿Gold? No, muñeco: amarilla, a gatas. Y algo desconchada.
Hay chistes fáciles que no pueden ni deben evitarse. Paul sabe eso.
-¿Desconchada? Entonces no habrás podido cumplir con la máxima rockera de "hacerle el amor a la viola".
Pero con Mc Allister nadie puede, ni siquiera Paul, aun cuando lejanos genes de Fray Mocho ariscan su sangre. Aunque detesta el fútbol, Ricky es un innato atajador de penales.
-Dije: "algo desconchada".
Para no perder el rumbo, meto mi bocado.
-Algo oí de "el irlandés" que en Recoleta o Almagro (¿en los 80?), tocaba la guitarra hasta que le sangraban las yemas. Puede que lo haya leído en algún libro del lomense Barrantes, ahora que lo pienso...
Paul me guiña un ojo y le aporta al juego un detalle no menor
-En noches de cocaína, como diría el gran Ballard...
-Sí, y de absenta -completa Ricky-. ¡Daaaleee, muñeco!
Sigo.
-Y dice Barrantes, o quien sea la fuente que se me escapa en este momento, que cierta noche sin luna, una hermosa morocha cuya faldita hacía bizquear al violero, se acercó a él con un vaso de vodka, lo interrumpió con dulzura y se puso a lavar uno a uno los dedos heridos metiéndolos en el vaso y lamiéndolos con una larga y áspera lengua de gata que cerraba los cortes como si fuera un cauterizador...
Paul, ni lerdo ni perezoso, alhaja la leyenda recién horneada.
-Como un Cristo músico descendido de la cruz de su guitarra por una caritativa Magdalena...
Ricky protesta.
-¡Nada que ver, aduladores! No me gusta que exageren, que me adornen con plumas.
(No entiendo si se refiere a plumas de vedette o a plumas de escritor.)
Pero Ale, desoyendo el enojo y vibrando todavía entre acordes de Mozart, remata:
-Y, seguro, fue amor.
Risas. Telón.
Niñas-vampiro
Pocos libros, a lo largo de medio siglo de lecturas, han suscitado mi interés tan profundamente como La fuerza de su mirada. Me alcanzan las dos manos para contarlos.
Daniel Milano
La fuerza de su mirada (The Stress of Her Regard, 1989), es quizá la obra cumbre del escritor norteamericano Tim Powers, uno de los principales exponentes del subgénero fantástico conocido como steampunk (punk a vapor). La graciosa expresión rotula un movimiento literario que se opone al eufónico cyberpunk liderado en su momento por William Gibson, el notable autor de Neuromante (Neuromancer, 1984), caracterizado por sus escenarios hiperdigitales.
Bajo el sol californiano, entre cervezas, risas y apasionada charla literaria, Powers, James Blaylock y K. W. Jeter, buenos amigos, escritores en ciernes y, paradójicamente (les tocó vivir en una tierra preñada de luz), anglófilos impenitentes, crearon un mundo signado por la niebla, las artes oscuras y la tecnología a vapor como rasgo científico preeminente.
Corresponde a K. W. Jeter el ocurrente bautismo. En una carta a la célebre revista Locus, Jeter plantea la necesidad de dar un nombre a la flamante contracorriente y propone la hoy famosa contracción steampunk.
Dentro de la frondosa producción de Powers, podría decirse que La fuerza de su mirada es su novela menos steam, una fantasía histórica con fuertes visos románticos ambientada antes de la revolución industrial. Por lo cual debemos decir que nuestra breve introducción resulta estéril. Pero ya fue escrita y tal vez sirva al lector para ubicar a Powers dentro del actual panorama del fantasy.
La fuerza de su mirada es una construcción barroca donde concurren elementos románticos, aventureros y terroríficos. La protagonizan encumbrados poetas de la primera mitad del siglo XIX (Shelley, Byron, Keats, cada uno con su cruz a cuestas) y otros nombres menos importantes, satélites de los citados. Con menor peso presencial, asoma también la extraña figura de François Villon cuando la acción se traslada a Francia.
La lógica de la novela responde a una premisa clara que pronto deriva en un tembladeral de ideas y conceptos apenas sostenidos con alfileres, por la perversa propensión de Powers a complejizar lo que en manos de una mente no tan retorcida resultaría menos accidentado. Pero ahí reside el encanto de Powers: en su barroquismo mental.
Los poetas nombrados, en su búsqueda del verso perfecto, aceptan tener trato carnal con sus musas a cambio de la inspiración que necesitan. Dichas musas son en realidad lamiae (vampiros retorcidamente vinculados a los nefilim bíblicos) que se comportan como ménades sangrientas cuando sus poetas no cumplen con su pacto de fidelidad. En pleno ataque de furia, destruyen o vampirizan a quienes se encuentran en el radio de afecto de sus amantes, sean esposos, parientes, amigos... o hijos. La invitación a través de la sangre es el vehículo (¿conoce el lector uno más poético?) para concretar los oscuros esponsales. La novela está escrita sobre lecturas rigurosas (diarios, biografías, ensayos y una ingente cantidad de poemas) y los elementos fantásticos, incrustados como piedras preciosas en los puntos ciegos, en los vacíos históricos, resultan en extremo convincentes a pesar de su complejidad.
Son muchos los detalles y momentos sublimes de la obra, pero hay dos escenas que concentran todo el talento y la oscuridad discursiva de Powers. La primera transcurre en Venecia y gira alrededor de la figura de Clara, la hija de Percy Shelley. La niña, de apenas un año, está gravemente enferma y su padre sospecha que está siendo martirizada por su musa, incapaz de soportar que el poeta desvíe la atención afectiva que le debe exclusivamente a ella. Para evitar su muerte, Shelley lleva a Clara a la ciudad de los canales buscando el auxilio de lord Byron con quien, tras un enrevesado razonamiento planteado por Powers, resuelve llevar adelante una suerte de complicado exorcismo en Piazza San Marco. Allí, según explica Byron, hay un área alrededor de las columnas que rematan el león alado y San Teodoro, en la cual es posible que todo ocurra, incluso una cura mágica y hasta una resurrección. Sólo es posible devolver la normalidad a la zona, su “statu quo” según palabras de Byron, vertiendo una cantidad adecuada de sangre. No por capricho, en época de los grandes dogos las ejecuciones públicas se llevaban a cabo entre las dos columnas. (La explicación de por qué ese espacio tiene virtudes milagrosas, que incluye a las Grayas griegas y a su único Ojo, es una prueba más del laberinto cretense que Powers tiene en su cabeza).
Clara muere repentinamente y las marcas en su cuello bastan para que Shelley confirme su sospecha. Es necesario proceder antes del amanecer. Los poetas discurren en góndola bajo la tarde moribunda, evitando a los soldados austríacos que patrullan calles y canales (recordemos que Venecia estaba bajo el dominio de Austria en aquellos días de 1818). Para burlarlos, a Byron (¡no!: a Powers, no nos confundamos) se le ocurre una idea macabra: interrumpir un spectaculo di marionette, comprar un títere siciliano y vestir a Clara con la armadura del muñeco para disimular su condición de cadáver y así poder acercarse a la zona de resurrección. Shelley viste el cuerpo de Clara (Powers se regodea describiendo el maltrato al que debe someter a la niña para encasquetar el pequeño yelmo dorado) y avanza con Byron, que tiene a su hija Allegra con él, hacia las columnas de la plaza.
Y llegamos a la escena que nos estruja el corazón: los austríacos, al ver que Shelley carga una marioneta en sus brazos, le exigen una pequeña función a modo de peaje. ¡Con los ojos llenos de lágrimas, Shelley manipula los hilos de su hija muerta haciéndola bailar sobre el pavimento! El lector estará de acuerdo en que no se trata de una escena digitada por un escritor, sino lisa y llanamente de la visión de un psicópata...
La segunda escena, menos alambicada pero igual de siniestra, la protagoniza la hija de Byron (muerta a los cinco años en el convento de Bagnacavallo, antes de los sucesos que siguen) y tiene lugar en una villa que el lord alquila cerca de Montenero.
Tras la cena, la sobremesa discurre tranquilamente aunque sin la presencia de Shelley, como hubiera querido el anfitrión. La conversación gira sobre las precauciones tomadas por Byron para proteger el lugar (y con ello a su última amante, la condesa Guiccioli) del asedio de su musa-vampiro. Está pintada "de un color entre marrón y un rosa particularmente cálido". La pintura contiene "polvo de hierro" y la madera ha sido "sumergida en aceite de ajo durante varios días". Los "marcos de las ventanas están protegidos con espino silvestre y caléndulas", etc. Mientras bebe, Byron habla también de las municiones de sus pistolas, hechas de plata con incrustaciones de madera en el centro. De pronto, un gemido agudo rompe la serenidad de la reunión. Es un trémolo casi felino en el que Byron cree reconocer el vocablo italiano Papà y, enseguida, la voz de su hija diciendo:
-Papà, Papà, mi permetti entrare, fa freddo qui fuorí, ed è buio! (¡Papá, papá, déjame entrar, aquí fuera hace mucho frío y está oscuro!).
Allegra flota en el aire, del otro lado del ventanal que da al jardín, con sus manitas apoyadas en el vidrio. Sus ojos "arden con luz propia" y la sangre de su última víctima embadurna sus labios. Temblando de pies a cabeza pero empuñando con firmeza la pistola cargada, el lord responde:
-Sí, tesora, ti piglio dal freddo (Sí, cariño, te guardo del frío).
Se oye un disparo de plata y astillas de estaca...
Continuar es revelar. Así que esperamos haber dicho lo suficiente para despertar la curiosidad del lector.
La noche
¡Noche! Viciosa querida bohemia, como una alta dama que va a la busca de emociones raras entre los hampones y las busconas. Todos tenemos una querida ideal, cuya mascarilla en vano buscamos entre las mujeres de la tierra. ¡Un alma de mujer, como un cáliz de oro, donde verter el licor musical de nuestro corazón en esas horas tristes en que la emoción se desborda!
La Musa de la Noche tiene para mí todos los magos prestigios de esa amante suprema. En las altas horas las sombras tejen torbellinos de alucinación en torno a mis pobres ojos, que se emborrachan de misterio. La Musa de la Noche adquiere corporeidad para mí y se apoya en mi brazo, en mis sonámbulas paseatas por la ciudad desierta, que tiene algo de cementerio, con sus balcones cerrados, como nichos inquietantes.
La siento levemente reclinada, muy levemente, como si llevase de mi brazo a un fantasma. Va vestida con un amplio ropón de terciopelo negro, y su cabeza es pálida, como el místico lirio de la luna. Sus ojos son verdes, como pequeños océanos tumultuosos, y tienen verdes ojeras como el licor emponzoñado con que la luna hace cantar a sus ahijados en los trágicos manicomios. ¡Los ojos de la Noche!
Intimidad
Alta literatura
(...) las escenas de intimidad femenina, en las que la desnudez frente al espejo es una cotidiana epifanía y el contacto con la ropa interior, una caricia desviada como una hipálage.
Alta literatura.